Artículo 2. Reportaje

En esta sociedad, donde la novedad es lo único que vale en prácticamente todos los ámbitos, en el plano urbanístico, en muchas ciudades, todavía quedan viejas reliquias, viejos edificios que, en esta vorágine de la constucción, han logrado escapar milagrosamente de la especulación. Se trata de casas llenas de encanto, que nos llevan a tiempos en los que la forma de vivir era muy diferente, mucho más familiar, con más espacio, donde los árboles, las plantas, no estaban discutidas con el hormigón y el cemento. Acostumbro a llevar mi cámara fotográfica muchas veces, cuando paseo o voy a algún sitio, y suelo retratar aquellas viejas casa que todavía se mantienen en pie. A veces, me llevo la sorpresa de que esa casa que esperaba encontrar se ha convertido en un solar, con un anuncio que vende unos pocos metros cuadrados a precio de oro, o, peor aún, me encuentro ya los andamios o un nuevo edificio sin alma ya casi acabado. Pero, cuando paso delante de Villa Isabel, (foto de la derecha), y veo su valla torcida, en la que se encierra ese vergel de árboles y flores que siguen creciendo y desafiando a un futuro cierto, pienso que todavía existe una cierta esperanza. La esperanza de que se valoren las cosas, no sólo con dinero, de que no todas las ciudades sean iguales, impersonales, todas cortadas por un mismo patrón, con gente que no tiene tiempo ni para sentarse, como se hacía antes, a la puerta de sus casas, para hablar con sus vecinos; sencillamente, la esperanza de construir un mundo un poco más humano.